lunes, mayo 28, 2012

Vitrinas repetidas

Soy de los que mientras el bus va andando por la ciudad, va mirando y leyendo cada letrero que pasa. Ochocientas tiendas que nunca visitaré pueden pasar en un recorrido, todas exhibiendo sus jugosas ofertas, sus chucherías imprescindibles; si supieran que a la vuelta de la esquina me olvidare de su existencia…

Sin embargo me intriga qué justificara la necesidad insaciable de leer la contaminación visual, o qué activara la sed asociada al consumo de información, por más efímera que ésta sea.

Como los problemas más desgastantes, la pregunta no se adhiere a mi mente, y aún así, tomo conciencia de la pasividad del consumo de información mientras leo un .epub en mi computador; un libro electrónico que, al abrirlo mediante la aplicación adecuada, puedes leerlo como si fueras Stephen Hawking, mientras el texto completo del libro avanza como los créditos de una película; no hay páginas que cambiar, el libro comienza a rodar cual “ En una galaxia muy lejana” y (como un zombie) yo leo.

Al mismo tiempo, el browser de Internet del usuario promedio de Internet Explorer, tiene al menos tres barras de búsqueda, de sobra; cinco grafiteros, con permiso del distrito, pintan un mural de Pepsi frente a tu casa; y el banco más importante de la ciudad es el que exhibe más piezas publicitarias en los juegos para niños del centro comercial.

El único lugar donde nadie se está promocionando es en nuestros los sueños; es un espacio de pauta poco apetecido, porque lo que sueñas en las noches se diluye al bañarte en la mañana. Aunque Christopher Nolan afirme lo contrario en Inception y Futurama vaticine la existencia de la publicidad del subconsciente.

Pero puede dársele la vuelta al asunto, más allá de ver la contaminación visual y el exceso de información como algo establecido, me sorprende la necesidad correlativa a crear información basura, sólo por el gusto (o el vicio) de hacerlo. Cada página de internet ahora espera que crees un nombre de usuario y contraseña para acceder al más banal de los contenidos. Una sucursal de ti mismo, un perfil más para la colección. Se acumulan, sin valor, múltiples espacios de ti mismo en rincones que a nadie le importan. La vitrina personal, desvirtuada, sin peso por el exceso de oferta, pero curada hasta su detalle pequeño.

Quizás puede agregársele valor cuando se exhibe, o en quizás el valor está en tener el coraje para hacerlo. Nos hemos convertido en tienda de barrio que vende chucherías idénticas a las de todos, baratijas de las que nos sentimos orgullosos porque somos los dueños, al punto de querer montar franquicias en los barrios aledaños, blogs, cuentas de alter-egos, Mr. Hydes.

Parece que el buen gusto estuviera prohibido, le cuenta Ariel Rot a un fenecido Frank Sinatra sobre cómo es la cultura sin él, y parece que el pudor también, le respondo yo con gana.

Me preocupa que, a la publicidad excesiva, también le compramos el discurso y no solo el producto que nos ofrecía. Creemos necesario mercantilizar las imágenes de nosotros mismos, aún si no sirve de nada, lo hacemos incluso con pretensión de producto terminado; la tragedia del exhibicionismo perpetuo, mejor conocida como Facebook.

"Si no tiene logo, falta poco" presagia Kevin Johansen, ya veré a quién le mando a hacer el logo de este zurdo medio sordo.