miércoles, abril 22, 2020

Dar clase hacia una pared

*Soy profesor de Teoría del Derecho en la Pontificia Universidad Javeriana.


Una vez más frente a la cámara para dar clase.
En realidad, se siente como estar frente a una pared.

Esta es la sexta ronda que nos sentamos a reunirnos desde lo no-presencial. La sensación es la misma. Una cátedra más, pero sin gente. Una clase sin público a la que asisten rectángulos negros marcados con las iniciales de los que están detrás de la pantalla.

Yo sé que los estudiantes están ahí.
Solo que no los veo.
No los oigo.

Los micrófonos están apagados por cordialidad, por supuesto; los cámaras, por pudor.
Eso lo entiendo.
Pero no cambia esta sensación extraña de estarle hablando a una pared.

Les pido a los estudiantes conectados que prendan su cámaras, que me presten sus caras —como para tener un interlocutor— y nada.


Hasta hace un mes, dar clase era en realidad una experiencia social. Eso para mí es más claro ahora. Aprender y enseñar, siempre ha sido un acto social. Sin más herramientas que nuestra voz, el aula de clase es un lugar de encuentro, que cuando se hace de manera honesta, permite un diálogo entre el profesor y sus estudiantes. Es un espacio para plantear preguntas, buscar respuestas posibles y para crear en comunidad.

Con las pantallas de por medio esa posibilidad se esconde.

No me malinterpreten. Entiendo que hay herramientas más allá de los discursos; que podemos poner mil tareas más, inventarse una dinámica, un reto viral de redes sociales, o bombardearlos con encuestas para verificar si siguen poniendo atención. Alternativas hay, pero no reemplazan la simple relación de escuchar, preguntar y discutir.

No reemplazan el componente social de una cátedra.
Difícilmente serán suficientes. Si mucho, nos dan una interacción en diferido.
Le da una voz a los estudiantes; pero es una voz prestada, creo.
Yo también fui estudiante, y sé que hay muchas formas de fingir que estamos aprendiendo.

En esta generación cada quién construye su personalidad digital editando sus defectos.
Y eso se los consentimos con las clases digitales.Por eso las cámaras están apagadas.

En el fondo, anulamos el espacio que les permitía a los estudiantes equivocarse. La presión de perfección es demasiado alta en digital. ¿Cómo corregimos los errores de concepto en un discurso si para empezar no le damos la oportunidad de ser imperfecto?

Es más, hay una cosa aún más difícil, y esta es mi prueba reina que la parte social de la cátedra se borra desde la virtualidad: El silencio ante un chiste flojo.

Como bien saben, los profesores somos reconocidos en el arte de hacer chistes flojos; y los estudiantes, son muy versados en el arte de responder, respetuosamente, con su risa.

De lo que no somos conscientes es que la risa es una mecanismo biológico que evolucionó para construir confianza. Para evidenciar la familiaridad de un grupo. Para darle cohesión.
Con la risa formamos lazos, nos reconocemos como parte del mismo clan. Afirmamos que hacemos parte de un equipo que busca el mismo objetivo.

Sin risa, somos desconocidos, no somos ni siquiera parte de la misma comunidad.

El problema es que esa manera de generar lazos de confianza al compartir una risa, ese proceso de reconocimiento del otro, es muy anterior a nosotros. Está codificado muy dentro en nuestro cerebro primitivo, en un espacio inconsciente y que precede nuestra historia.

Y ese espacio, además, tiene una antípoda: el miedo.

Si hacemos un chiste para un grupo y nadie ríe… nuestro instinto nos patea.
Nos grita que huyamos.
Señala en el inconsciente que no somos parte de ese grupo, y que esa tribu es hostil.
Nuestro cerebro primitivo nos está advirtiendo que no somos bienvenidos.

Ahora, ¿qué pasa cuando las risas son silenciadas por los micrófonos apagados?
Son risas como un árbol cayendo en medio de la selva sin que nadie lo oiga; de las que nadie se entera; y si no las oímos… ¿existen?

… y yo, su profesor, al otro lado de la pantalla, me petrifico.
Entro en pánico. El miedo me patea.
Quiero huir.
No es una respuesta racional. Lo sé. Precisamente por eso están complejo.
Es una respuesta involuntaria, en un lugar que no puedo entender del todo.

Mi pareja me dice que no debo pedirles disculpas por sentir miedo; pero si el entusiasmo no me alcanza para dar la misma clase: Perdón.
Adoro a mis estudiantes y dar clase es uno de los espacios que más aprecio de mi ejercicio profesional. Pero esto de darle clase a una pared es nuevo para mí.
Y si esa pared se siente hostil, es fatal.

Lo digo con aprecio y con cariño: Prendan sus cámaras.
Espero verlos pronto.
En las aulas.